Es ella, estoy seguro. Camina entre la niebla con determinación. La misma con la que cuidó de mi padre hasta el último momento. Nunca una mala cara, nunca un mal gesto.
¿Cómo olvidar aquella tarde de mayo en la que el sol arrancaba destellos dorados en los escaparates de enfrente de casa? Él, en su inseparable silla de ruedas, y ella cruzaron la mirada por primera vez. «Manuel, voy a venir todos las mañanas a pasear contigo y a leerte el periódico». Se lo anunció con una voz mezcla de entusiasmo y calidez. Mi padre, a pesar de la morfina, consiguió articular una sonrisa que, a día de hoy, me reconcilia con la vida.
La observo de lejos, ajena a los hilos plateados que empapan una faz joven. Jamás le expresé de forma abierta mi eterna gratitud. Tras el fallecimiento, una sombra invadió mi alma, marchitándola durante dos años. Ahora que he vuelto a nacer, puedo saldar la deuda.
Me acerco despacio mientras la neblina se desvanece. Una claridad vaporosa contribuye a que detenga sus pasos. Alzo la vista al cielo, la desvío luego hacia ella, y de mi boca surge un simple pero suficiente «gracias».