Un pueblo de España. Abril de 1971.

«Se sacudió los dedos y lavó su mano en el río». Estas últimas palabras quedaron flotando, suspendidas en el aire tibio de un crepúsculo que mutaba a púrpura. Sin añadir nada más, el abuelo Genaro se retiró, bastón en mano, realizando un esfuerzo ciclópeo con cada paso que daba. Yo sufría, observando cómo ascendía la cuesta que daba acceso a su casa. Cuando ya sólo se veía un punto negro que franqueaba la puerta, suspiraba aliviado y, durante unos minutos, reflexionaba, acodándome en el pequeño muro que circundaba la fuente, sobre la historia que nos había contado.

   Las tardes de primavera, en las que Perséfone se mostraba benigna, nos reuníamos algunos chavales y jóvenes en la plaza, alrededor de la fuente, a escuchar las leyendas del abuelo Genaro. Anciano de edad indefinida, un sinfín de arrugas surcaban un rostro ennegrecido por décadas de tierra y de sol. Su mirada, de un azul acuoso, apenas vislumbraba ya sombras.

   Una desagradable sensación se había alojado en la boca de mi estómago. Por algún motivo que desconocía, era consciente de que esta postrera historia del anciano quería enrollarme en una tela de araña y asfixiar mi alma. Fue la manera de narrarla, de deslizar subterfugios, de focalizar su atención hacia mí, sin que el resto de la juvenil audiencia se diera cuenta.

   Aquella noche no probé bocado. Argüí ante mi madre una excusa banal, y me retiré a mi cuarto. Solía compartirlo con mi hermano mayor. Daba la casualidad de que durante aquellas jornadas se encontraba en la ciudad atendiendo unos asuntos de nuestro difunto padre; así que me hallaba… solo. Tumbado en el lecho, un incipiente zumbido se instaló en mis sienes. El corazón, desbocado, no me permitía analizar con claridad lo que me estaba sucediendo. Al final, cuando las campanas tocaban las dos de la madrugada en una noche sin luna, caí en un sueño breve, pero maldito.

   Vi una figura, a lo lejos, bajando hacia una pequeña poza que se formaba en un recodo del río. El andar era pesado, torpe. Parecía que arrastraba un bulto envuelto en una especie de sudario al amparo de la madrugada. La silueta se paró cerca de la orilla, al lado de un gran chopo. Un pequeño socavón horadaba la tierra húmeda. El hombre arrojó el bulto al fondo y, con la ayuda de una pala que esperaba su misión apoyada en el árbol, selló el agujero, ocultándolo para siempre.

   De repente, la imagen del hombre se aproximó en un zoom inesperado mostrando mis facciones. Me apoyé en una piedra y sacudí los dedos mezcla de tierra y sangre seca. Al meter la mano en el río, mi cara se metamorfoseó, exhibiendo una faz terriblemente familiar, y las ondas del agua se enturbiaron componiendo un nombre.

   Me desperté gritando. Una capa de sudor perlaba mi frente, dando paso a la febrícula y a una evidencia escondida durante lustros: el nombre que emergía del agua era el de mi tío; el asesino que enterró la verdad con kilos de barro y odio fue…

   Mareado y dando tumbos conseguí salir de la cárcel en la que se había convertido el hogar familiar. Los pasos me guiaron de forma mecánica hacia el río. Una neblina sucia y gris fue testigo, primero de las arcadas, y después de la bilis. Tumbado boca abajo, a un lado del sendero, la humedad que llegaba de la poza templó mis nervios.

   «¿Por qué has tardado tanto tiempo, abuelo Genaro?».

   El rumor del agua me acompañó hasta el chopo. Siempre había estado ahí, privilegiado espectador del discurrir del tiempo… y de la muerte. Descansé la espalda en el tronco craquelado y ya oscuro por el paso de los años. De manera instintiva mis ojos se desviaron al suelo: helechos, zarzas y algún sauco se mezclaban y convivían de forma caótica.

   «Yo era muy pequeño cuando desapareció».

   Caminé hacia la poza que tantos veranos me había acogido en las tórridas tardes de la infancia. Introduje una de las manos manchadas de barro y bilis como en la historia del abuelo Genaro, como en el sueño perverso que había guiado mis huesos y mi alma a un lugar ahora desconocido. El agua helada deshizo sin dificultad la costra formada en la palma de la mano.

   Lo noté. Había alguien detrás de mí. Me giré despacio con el terror pintado en la cara. Una sudoración fría humedeció aún más mi ajada camisa, que se pegaba a mi piel creando una única capa. Una mirada glacial, vacía, me escrutaba tranquila a una decena de metros. Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero estoy seguro de lo que vi: una figura etérea, casi transparente. Mi padre hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza para que lo siguiera.

    Por un momento pensé en salir corriendo, huir de la poza, de mi casa, del pueblo. Huir de aquel endemoniado sueño y de sus certezas; mas el magnetismo atávico que emanaba mi padre era todavía más fuerte. Caminé separado de él para que no oliera el miedo. Sabía adónde me conducía. Al llegar al árbol se desvaneció, fundiéndose con la niebla.

   La pala. «Cuando me he apoyado en el tronco no estaba», pensé más extrañado que asustado. La misma pala que enterró a mi tío. La misma pala que lo relegó al olvido, a la eternidad, a la infamia de aquellos que creyeron que había huido con una inmensa y envenenada fortuna.

   Aturdido, miré en derredor. Las siluetas se diluían entre la bruma, componiendo espectros amorfos. Una de ellas hizo un ligero movimiento; el suficiente para poner los cinco sentidos. Al instante, lo reconocí.

   —Sabía que vendrías. —Se acercaba muy despacio, disfrutando del momento. En sus ojos vislumbraba un punto de locura. De locura y de avaricia. Sin embargo, había algo dentro de mí al que no le sorprendió su repentina aparición de entre las sombras.

   —Has… has vuelto pronto de la ciudad, hermano —conseguí articular.

   Su mano. Un cuchillo desafiaba a la niebla jugueteando con destreza entre sus dedos.

   —Desde que éramos pequeños siempre te infravaloré. Evidentemente me equivoqué. —Rozó su camisa con el cuchillo a la altura del corazón—. Si por algo se ha caracterizado la familia ha sido por su desmesurada codicia, ¿no crees? Nuestro tío, nuestro padre… yo.

   En mi cerebro comenzaron a encajar las piezas de forma milimétrica. Mi tío, un acaudalado terrateniente, un sátrapa, que hizo fortuna a costa de engaños y de sangre ajena; mi padre, un jornalero que nunca dejó de ambicionar y ocupar un puesto que no le correspondía; y mi hermano, que si conseguía mi muerte…

   Debió notar lo que me bullía en la cabeza, porque, con una voz gutural proveniente del inframundo, me explicó lo que ya no necesitaba escuchar:

   —Yo presencié cuando padre mató a su hermano y lo enterró bajo nuestros pies. Por supuesto, él no me vio, y nunca supo que lo había seguido. Tú eras todavía un niño, pero yo ya me daba cuenta de ciertos detalles. Soltero y sin hijos, todas las posesiones pasaron a nuestro padre.

   »No hacen falta demasiados conocimientos para saber que si él fallecía, la herencia pasaba automáticamente a sus hijos y…

    —Si yo desaparezco del mapa, tú te quedas con todo —concluí con gesto cansado.

   Una ligera llovizna empezó a rasgar la niebla. Agotado, hinqué las rodillas en el fango. Ya nada me importaba. Había llegado el final. Las lágrimas se mimetizaban con las gotas de agua, y formaban caminos sin rumbo por mi cara desencajada. Aun así, me atreví a formular la pregunta:

    —¿Cómo lo mataste? Apareció muerto en la cama sin signos de violencia.

    —La cicuta obra verdaderos «milagros», hermano. La dosis justa con la infusión de achicoria, que tomaba todas las noches antes de irse a dormir —contestó aséptico, como un profesor que explica lo evidente.

   —¿Y ahora, qué? —inquirí intentando ganar un poco más de tiempo. Hasta ese instante no me había fijado que la pala se encontraba a mi derecha, a solo medio metro de donde yo estaba arrodillado. Si por una vez la suerte me sonreía, podría salir indemne de la locura en la que me hallaba envuelto.

   —Creo que ya lo sabes —contestó mirando la hoja del cuchillo con renovada veneración—. Si te quedas quieto, será rápido y apenas notarás nada. Le diré a madre que te has ido del pueblo; ya me inventaré algo —lo dijo con voz fraternal, suave, buscando tranquilizar su conciencia… y la mía.

   —Nunca me trataste con respeto; pero jamás pensé que me odiarías tanto como para llegar a acabar con mi vida.

   —¿Odiarte? ¿Tanta importancia te das, hermano? —respondió alzando los brazos de forma teatral. Noté cómo bajaba la guardia, confiado—. No. Llámalo un futuro prometedor.

   Todo sucedió muy rápido, o por lo menos así lo recuerdo yo décadas después. Todavía de rodillas, agarré primero la pala con la mano derecha —pesaba bastante más de lo que aparentaba, y a punto estuvo de escurrírseme por la humedad—, para luego sujetarla con ambas manos. A mi hermano no le dio tiempo a reaccionar. Volcando toda la fuerza en la cintura y en los brazos, descargué un golpe seco a la altura de su pecho. Cayó hacia atrás fruto del impacto y de la sorpresa, con tan mala suerte de que la nuca chocó contra una piedra.

   Me quedé quieto, jadeando por la tensión y el esfuerzo. Sabía que, aunque no lo pretendía, lo había matado. Le había arrancado la vida y ahora su cuerpo yacía inerte en un charco de lodo. Cuando me cercioré del alcance que podría tener en mi propia persona, no lo dudé. Seguía siendo noche cerrada y la llovizna se había transformado en un aguacero que me amparaba de miradas indiscretas. Cogí de nuevo la pala. Si antes había protegido mi vida, ahora enterraría otra… por segunda vez.

   Observé el chopo en un vano intento de pedirle disculpas. Comencé a cavar. Dos horas después, mi hermano descansaba junto a nuestro tío. Tenía los músculos agarrotados y embadurnados de barro. Me sentía sucio por fuera y por dentro. La lluvia se fue retirando despacio, anunciando la alborada. No me atreví a bajar a la poza a lavarme. Dentro de poco el pueblo despertaría, incluida mi madre, para inaugurar una nueva jornada.

   Emprendí el regreso a la carrera, pero, cuando solo llevaba unos metros, me acordé de la pala. Desanduve el trecho recorrido para eliminar la prueba de mi ignominia. Cerca de casa se ubicaba un antiguo vertedero de segadoras y trilladoras, amén de todo tipo de objetos relacionados con el campo, que reposaban viejas y oxidadas en su particular cementerio. La oculté entre unas azadas que conocieron mejores días, y llegué a la seguridad del hogar cuando ya notaba ruido en la habitación de mi madre. Me quité toda la ropa en mi cuarto, estaba inservible y tendría que hacerla desaparecer, y me lavé lo mejor que pude cara y cuerpo con la jofaina que tenía en la mesilla para tal menester. Con el pijama puesto y más relajado, me tumbé en la cama a esperar la pesadilla que me acompañaría todas las noches de mi existencia.

   Ese ha sido, es y será mi castigo hasta que Caronte me lleve en su barca.  

   Tan sólo una semana después del fallecimiento de mi hermano, el féretro del abuelo Genaro descansaba en el camposanto, en una mañana de una claridad vaporosa, casi irreal. Esperó a revelar el secreto a su manera, para quedar en paz con su conciencia. Con lo que no contaba el abuelo era que esa historia que nos narró iba a suponer mi eterna condena.

   A mi hermano se le estuvo buscando durante un par de meses. Cuando la Guardia Civil desistió, dándolo por fugado, mi madre se fue apagando como esa vela a la que no le queda más cera. Me quedé solo. Con casa, tierras y dinero, pero solo. Estuve a punto de contraer matrimonio, mas no di el paso por no tener descendencia. No quería hijos que heredasen la sangre y la vergüenza de mi familia.   

   Por mi parte, doy fe de que nunca más me acerqué al chopo del río.

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