La niebla se deshace en hilos de plata, tamizando una luz que lucha por iluminar el timbre dorado de la bicicleta. La apoyo en una de las columnas de los soportales y suelto la vieja cesta de mimbre del abuelo. Soy consciente de lo atemporal de la pieza; sin embargo, conservarla, ejerce en mí un efecto balsámico en el corazón y en el alma.

   «Cuando recorras la ciudad, respírala, disfrútala, respétala». Eso me ha traído hasta aquí: arreglar la cesta para mantener vivo el espíritu de mi abuelo y de su ciudad, que es la mía.

   Entro en la tienda. Me envuelven aromas, mezcla de tradición y leña quemada. Unos ojos grises, de mirada cansada, me escrutan con afecto. Le enseño la cesta, rota por el uso y el tiempo, y asiente ligeramente. Las palabras no son necesarias; la amistad entre los dos ancianos, tejida a base de trabajar décadas de sol a sol, es mi mejor salvoconducto.

   Al salir, el dios Helios rasga las nubes de forma definitiva, anunciando una primavera tardía. Cojo la bicicleta, observo el cielo de Logroño y lanzo un beso al aire para ÉL.

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