Enero de 1809
La silueta camina con andar pesado, solitaria. El sendero, si alguna vez lo fue, es una mezcla de barro, tierra y agua sin inicio ni fin.
El ambiente gélido hace llorar unos ojos gris ceniza, que se mimetizan con el cielo plúmbeo, en un atardecer que ya languidece. Tirita de cansancio y de frío. Embozado en una larga capa de paño, que conoció mejores días, suspira, aliviado, al vislumbrar a lo lejos lo que parece ser una taberna.
Al llegar, franquea la puerta, y es abrazado por un golpe de calor salpicado por aromas a puchero y a vino. Apenas se ve a tres parroquianos sentados en uno de los bancos corridos, vaso en la mano, y al tabernero, trapo colgado al cinto. Los cuatro, como un resorte, dirigen su mirada al recién llegado, que arrincona el hatillo en una esquina, y se sienta en otro banco mientras se frota el hombro dolorido por el peso de la carga.
El dueño, de barriga generosa, pelo escaso y un bigote espeso ya entrecano, se acoda en uno de los toneles que hay repartidos por la estancia. Lo escruta sin disimulo y, cuando cree que ha recuperado el resuello, le espeta con voz ronca:
—Usted no es de por aquí.
El forastero levanta la vista. No tiene demasiadas ganas de hablar.
—No —responde secamente.
El tabernero, que ronda ya los cincuenta, ha visto pasar gente de toda clase y condición a lo largo de treinta años. No ceja en su empeño.
—¿Peregrino?
—Algo así.
—Son malos tiempos. —Niega con la cabeza de forma enérgica, haciendo crujir el tonel—. Hace unas semanas en Sahagún, británicos y franceses se dieron estopa de la buena.
El hombre, que va recuperando el color, se quita la sucia capa. Cuando la apoya encima del hatillo, el tabernero ya le ha dejado un vaso de vino encima de la mesa. Asiente el forastero, agradecido. Cierra los ojos y deja vagar los recuerdos sin ponerles freno: piel cetrina a causa de la enfermedad, sudor constante, noches en vela y una promesa sintetizada en cuatro palabras.
—¡Jacintooooo, rellena!
El grito de uno de los parroquianos lo saca del breve estado de letargo. Observa el vaso y echa un trago. Una sensación reconfortante envuelve sus sentidos.
Dirige ahora su atención a la escasa clientela.
—Gente bregada, trabajando de sol a sol durante lustros. Saben lo que es ganarse el pan, ajenos, que no indiferentes, a los vaivenes de esta España mísera. Humildes, pero honrados. —El propietario de la taberna coloca una escudilla humeante a su lado, sin dejar de conversar—. Potaje que ha sobrado del mediodía; a veces es un milagro poder ofrecer algo de condumio.
—Un milagro es lo que necesito yo —asevera el hombre sin alzar demasiado la voz—. Ya lo es el haber llegado hasta aquí.
—¿Compostela?
—Sí.
Come con parsimonia, saboreando cada cucharada como si fuera la última. Jacinto permanece de pie, fiel escolta de su descanso. Intuye que la persona sentada frente a él ha sufrido. Mucho.
—No solo en Sahagún —comenta de pronto el peregrino, dejando la escudilla a un lado.
—¿Cómo dice? —pregunta el tabernero, enarcando las cejas en un gesto casi cómico.
—También en Astorga, hace unos días. —Suelta la cuchara y se limpia con el dorso de la mano.
Jacinto lo anima a seguir con un gesto del brazo. Silencio. Las voces de los parroquianos llegan difuminadas; parece que no quieren traspasar la intimidad de los dos hombres.
Por vez primera se miran directamente a los ojos. El tabernero lo interroga con aire paternal:
—¿Por qué este viaje?
Tarda en contestar el caminante. Se mesa la descuidada barba, enigmático.
—Porque estuve muerto y volví a nacer.
Una extraña densidad envuelve de pronto estas últimas palabras.
—Me hago cargo —responde el dueño—. Lo que queda es peligroso.
—No menos de lo que he pasado —concluye, tajante, el peregrino, cerrando los ojos de nuevo. Un placentero sopor hechiza sus derrotados miembros mientras su respiración se torna regular.
Jacinto retira vaso y escudilla, y regresa a sus quehaceres. Es consciente de que en su oficio, en ciertas ocasiones, conviene ser discreto.
Febrero de 1809
La silueta alcanza la cima de la colina, exhausta. Suelta el pequeño equipaje sobre la hierba húmeda, y reposa sus agrietadas manos en las rodillas, inspirando de forma profunda. La neblina se retira poco a poco, perezosamente. Va emergiendo una claridad evanescente, casi irreal. El peregrino se queda paralizado; las torres de la Catedral absorben los débiles rayos del sol, indicándole el final del camino.
Su cerebro, a pesar de la extrema fatiga, lo traslada de nuevo a aquella taberna: «estuve muerto y volví a nacer». Una segunda oportunidad jalonada de patrullas francesas, bandoleros, lluvia y nieve.
Sonríe, sin jactancia, con la tranquilidad de quien ha cumplido con su conciencia, y se deja arrastrar por un viento inusualmente cálido, iniciando el suave descenso.