La única bombilla del pequeño barracón deja de parpadear. El teniente suspira, aliviado, agradeciendo esa pequeña tregua, y cierra sus ojos, presa del agotamiento.

   Apenas unos segundos después, los abre y se asoma con precaución a una de las desvencijadas ventanas. La luz violeta del amanecer pugna por abrirse paso entre un cielo plúmbeo que no augura nada bueno.

   Sonríe, melancólico, dirigiendo su atención de nuevo hacia la estancia en penumbra. Una figura femenina emerge con suavidad, poco a poco, al mismo ritmo que el alba. Sabe que no es real, mas no le importa.

   Cuatro años alejado de todo… y de todos. «La guerra no establece diferencias», le susurra al oído la silueta. Trata de acariciarla pero, al levantar la mano, desparece dejando una claridad evanescente.

   Las continuas toses acaban por deshacer la efímera magia creada. Sus pupilas, acostumbradas a esa oscuridad perenne, vuelven a apreciar rostros demudados por el cansancio y el hambre.

   De repente, algo pone en alerta sus sentidos. Aguza el oído, sorprendido: el inconfundible sonido de un violín abraza el amanecer violeta desde el exterior del barracón.

   Comprende, por primera vez, que todavía hay esperanza. Se levanta, el porte renovado, y observa enigmáticamente a su diezmado pelotón.

   —Hoy va a ser un gran día —sentencia con voz potente, pero tranquila—. La diosa Euterpe nos está marcando el final del camino.

   Estudia a sus hombres con gesto amable mientras se incorporan entre somnolientos y extrañados. Es plenamente consciente de que lo seguirían hasta el mismísimo averno. «No hará falta llegar a tal extremo», medita convencido.

   Abre la puerta sin prevención alguna, dejando que el aire fresco de la mañana inunde sus pulmones.

   Y allí está. Es ella: tez blanca mimetizándose con una túnica larga y vaporosa, que roza delicadamente el suelo pedregoso; pies descalzos, desafiando el terreno; manos suaves, delicadas, extirpando certidumbres con su instrumento. Sus miradas se cruzan. La interroga enarcando las cejas, aunque ya sabe la respuesta.

   Vuelve sobre sus pasos, agradeciendo el calor del interior. Un soldado, todavía imberbe, le acerca, nervioso, un mensaje recién extraído del pequeño telégrafo.

   Vislumbra el papel, a través de sus ojos glaucos, traspasando el contenido. El soldado trata de mantener la compostura, pero un ligero temblor de su cuerpo lo delata; ya lo ha decodificado.

   El teniente camina despacio hacia el telégrafo, lo roza con las yemas de los dedos y, sin necesidad de girarse, sintiendo el peso escrutador sobre su espalda del que hasta hace poco no era más que un muchacho, le dice, sereno:

   —Comuníquelo usted.

   Sus ajadas botas lo guían otra vez, de forma automática, hacia la diosa. Un rayo de sol consigue rasgar las nubes, formando hilos de plata.  La proximidad del violín envuelve las palabras, apenas audibles, del joven imberbe:

   —¡Compañeros, la guerra contra Alemania por fin ha terminado!

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