Llueve. Apenas hay gente en la calle. La silueta está apoyada en una de las columnas de los soportales delante del taller. Observa, a través de sus ojos glaucos, cómo el cielo plomizo va descargando de forma suave, con cierta pereza, su contenido líquido, despacio.

   Plic, plic, plic.

   —¡Alejandro!, ¿en qué piensas?

   Inés, la camarera del bar de al lado, recoge con celeridad mesas y sillas. Finaliza un verano más.

   —Ya sabes, Inés, en mis cosas.

   Contesta de forma automática, dando a entender que se esperaba la pregunta.

   Plic, plic, plic.

   La lluvia lo traslada a otra época, aunque el lugar, su lugar, permanece inalterable, metido en una cápsula del tiempo donde, únicamente, cambian las personas. Recuerda al abuelo Manuel. Su pericia con las manos, su trabajar metódico y, sobre todo, su eterna paciencia.

   —Noooo, Alejandro, así rompes el mimbre. ¿Ves?, tienes que hacerlo más despacio.

   Manuel sonríe como solo saben hacerlo los abuelos. De forma franca, sincera. El taller emana un magnetismo difícil de explicar en un chico de once años.

   Plic, plic, plic.

   Con el transcurrir del tiempo y la madurez tejida a base de experiencias, Alejandro comprende, apoyado en la columna, que esa fuerza magnética no la producía el taller. El abuelo; siempre el abuelo.

   —Este cesto no lo rompe ni Sansón —contesta el niño, enfurruñado.

   —Anda, date una vuelta a la manzana y cuando vuelvas, verás cómo lo acabas ya más relajado­ —habla Manuel, metiéndose en la trastienda.

   —Una vuelta a la manzana, una vuelta a la manzana —farfulla Alejandro—. Nunca lo haré como el abuelo.

   Al salir de los soportales unas finas gotas, casi intermitentes auguran cambios en el tiempo y en el alma.

   Plic, plic, plic.

   Unión indisoluble. Lluvia, taller, abuelo. El orden poco importa.

   Cumplimentada la labor, Inés corre al resguardo del bar. Aroma a café recién molido.   Ahora las miradas no se han encontrado. La silueta se separa de la columna. Es consciente de que no se puede vivir de los recuerdos, pero ayudan. Ayudan a saber de dónde viene uno. No quiere dejarse llevar por la nostalgia, pero todo influye. Las tardes son ya menos tardes; el estío finaliza de golpe arrastrado por el aguacero, e Inés…

   «¿Pasó ya mi tiempo?».

   Un fogonazo en la memoria. Otra conversación con el mimbre como testigo.

   —Alejandro, como no acabes los problemas, tu madre no te va a dejar volver al taller.

   —Hoy no consigo concentrarme —contesta el niño, mohíno.

   Se le cae el lapicero al suelo, lo recoge con desgana y emite un suspiro profundo.

   —A ti lo que te pasa es que estás enamorado —sonríe de forma pícara el abuelo.

   —¿Quéééé?, yo no estoy enamorado. ¿Por qué dices eso? —pregunta Alejandro más sorprendido que enojado.

­   —Por nada, Alejandrito, por nada. —Manuel se gira, y coge el cesto con el que está trabajando.

   La realidad es que Ana le gusta. Le gusta mucho. Estudia en el colegio que hay cerca del ayuntamiento. Sabe su nombre de casualidad. Nunca han hablado. Quizás han cruzado alguna mirada.

   Plic, plic, plic.

   La silueta vuelve a apoyarse en la columna. Observa cómo la alcantarilla de enfrente va cumpliendo su función de forma metódica.

   Ana, Inés, Inés, Ana. Ayer y hoy, hoy y ayer. El resultado es el mismo. Ya no está el abuelo Manuel para deleitarse con conversaciones banales.

   —Hay pensamientos que calan el alma. —Inés se ha situado a la par, mirando también la alcantarilla.

   —Y recuerdos que la secan —contesta Alejandro, la vista todavía fija.

   —¿Tu abuelo, no? —Más que una pregunta es una afirmación.

   —Y la lluvia. —Por fin se gira, ojos claros versus ojos castaños—. En días así me acuerdo de él.

   Le cuenta la anécdota del cesto y su paseo bajo las primeras gotas de una borrasca, que lo dejó marcado para siempre.

   —Cayó tanta agua que tuve que esperar en el taller tres horas hasta que Tláloc se fue.

   —¿Tláloc?

   —Era el dios azteca de la lluvia —informa, aséptico.

   Inés lo mira con renovado interés, mientras él se limita a encoger los hombros.

   —No siempre estuve al amparo del taller. Estudié, viajé…

   Deja de hablar, de repente, sorprendido por su propia confesión. Otro fogonazo.

   —Alejandro, hijo, ¿qué quieres ser de mayor?

   El abuelo Manuel se sienta un rato a descansar. Ni la vista ni el cuerpo responden ya como antes. El niño deja una cesta pequeña en el suelo y responde con naturalidad:

   —¿Yo?, pues cestero. Así no me tendré que aprender las guerras mundiales ni a hacer ecuaciones.

   La risa de Manuel retumba con fuerza en toda la estancia.

   —Pero vamos a ver, Alejandrito. Me parece muy bien que quieras seguir los pasos de tu anciano abuelo. Aun así, tienes que continuar estudiando. Imagínate que de mayor quieres hacer un viaje por Europa y no te conoces las capitales; o que te vas de vacaciones a Egipto y no sabes cómo se construyeron las pirámides, ni para qué.

   Plic, plic, plic.

   Las farolas se desperezan.  La tenue luz que empiezan a proyectar lucha sin fortuna por abrirse paso ante la incipiente oscuridad.

   —La lluvia y los recuerdos no paran. —El pensamiento en voz alta de Inés lo saca de su ensimismamiento.

   —Quizás podríamos quedar una tarde a tomar algo después del trabajo. —Alejandro pronuncia estas palabras con cierto alivio, como si evocar de nuevo su juventud le hubiera quitado una pesada losa de encima.

   —Quizás —responde ella guiñándole un ojo, mientras regresa al bar.

   Un periódico es arrastrado por el agua sin poder escoger su destino. Él lo decidió hace tiempo.

   Recuerda la habitación del hospital. El inconfundible olor a desinfectante. El abuelo postrado, oculto parte del rostro por una mascarilla de oxígeno. Alejandro se acerca a la cama. Sus ojos vidriosos no le permiten verlo bien. Duerme Manuel en apariencia tranquilo. Puede que sea su último sueño.

   Quiere decirle que al final le hizo caso y que acabó la licenciatura. Que ya sabe cómo se construyeron las pirámides y, sobre todo, que va a retomar el trabajo en el taller. Su taller. Un nudo en la garganta impide que su pensamiento se traduzca en palabras. Abandona la habitación con sentimientos contradictorios. Descanso por lo que hizo e incertidumbre por lo que va a empezar.

   Plic, plic, plic.

   Empieza a refrescar, mas la silueta no lo nota. Echa un vistazo al suelo y observa las puntas mojadas de los zapatos con indiferencia. La misma indiferencia con la que regresó. Hasta que tuvo que dar el paso.

   Rememora ahora el momento. Plantado ante la puerta con las viejas llaves en la mano sin atreverse a franquear la entrada. Sabe que lo tiene que hacer. Se lo debe a él.

   Finalmente gira la llave. Clic. Un olor a cerrado mezclado con evocaciones infantiles inunda sus fosas nasales.  El tiempo se ha estancado. Solo una fina capa de polvo sobre la mesa delata la realidad. Una realidad sin Manuel.

   Plic, plic, plic.

   Tláloc empieza a dar un respiro a la ciudad. La imagen difusa de Ana vuelve a pasearse por su cerebro. Hace muchos años que no sabe de ella. Es consciente de que esa imagen está distorsionada. «Idolatramos recuerdos», piensa, convencido.

   Saluda con la cabeza a un transeúnte, ya de cierta edad, parapetado bajo un paraguas demasiado viejo para cumplir su función dignamente. La silueta sonríe por primera vez. Lo importante es el aprecio. Por las personas, por las cosas… por la vida. Su abuelo así lo entendía.

   Vuelve la vista hacia el bar, y sus ojos se encuentran con los de Inés. Vislumbra en ellos esperanza y convencimiento. Alejandro asiente ligeramente, dando a entender lo mismo.

   Las nubes inician una retirada pausada, mecidas suavemente por Eolo. La luna llena surge iluminando los charcos, que acogen sin pudor su claridad azulada. Apenas hay gente por los soportales.

   «Hora de volver».

   Sabe que el taller lo acogerá con cariño, como siempre ha hecho, en las buenas y en las malas. También sabe que la lluvia no sólo arrastra todo lo malo. Evoca un tiempo de inocencia infantil ligada a él.

   Siempre él.

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