Una cortina de agua arrojaba con furia lágrimas plateadas contra el porche acristalado. La lluvia difuminaba la línea del horizonte, confiriendo al paisaje una continuidad brumosa. Infinidad de surcos, efecto de la erosión, canalizaban el agua hasta el mar, rasgando la arena metódicamente.

   Cuando el cielo plomizo le hacía una visita, Julio Rioja se apostaba en el porche simplemente para recordar. Se ajustó las gafas al puente de la nariz en un gesto ya automático. Desvió la mirada melancólica hacia una foto solitaria, cuyo color conoció mejores días, que descansaba sobre una mesilla redonda; ahí estaba ella, joven y en todo su esplendor. La imagen lo escrutaba, lacerando su memoria.

   La conoció en uno de sus primeros encargos para un despacho de abogados, en una mañana de ríos en el asfalto y alcantarillas saturadas. Lo habían contratado para investigar un supuesto accidente falso en una fábrica. Isabel era secretaria en la empresa; nada más verla, supo que iba a ser la mujer de su vida. Tres décadas juntos hasta que un maldito cáncer se la llevó por delante, sin pedir permiso.

   Apoyó la mano derecha en el cristal, en un vano intento de rozar las gotas que resbalaban perezosamente, juntándose unas con otras en un acto natural. Una claridad evanescente pugnaba por filtrarse entre la cristalera, tratando, de manera infructuosa, de crear sombras artificiales. Observó, a través de unos ojos gris metálico, cómo la lámina del mar se ondulaba en un baile tenso y caótico.

   Abrió la puerta y salió. La lluvia le había concedido una tregua. Se frotó enérgicamente los brazos para entrar en calor, e inspiró de forma profunda inyectando a sus pulmones humedad y salitre. Una pequeña bandada de gaviotas comenzó a jugar con el aire tibio de la tarde en un vuelo armónico, ofreciendo una estampa de postal.

   ¡Beep! ¡Beep! El sonido inoportuno del móvil aletargó sus cavilaciones. Lo sacó del bolsillo del pantalón y, al comprobar el nombre que aparecía en la pantalla, suspiró aliviado. No hizo falta preámbulos.

    —Sabía que ibas a llamar, hija —afirmó, agradecido.

    —O estás en el porche, o has salido ya.

    —Eres la que mejor me conoce. —A Julio Rioja se le iluminó la cara.

    —La lluvia, papá, la lluvia —aseveró su hija con delicadeza—. Mamá llora de vez en cuando.

    —¿Mi nieta? —preguntó el hombre, cambiando de conversación.

    —Deseando que vengas a verla. Ayer me dijo que quería que el abuelo le contara la historia de cómo atrapó a unos «hombres malos».

   —En realidad solo ayudé con la investigación. —Julio rio por primera vez. Una risa franca, limpia—. Hija… Gracias por llamar.

   —Preferiría verte.

   —En unos días, cuando escampe la tormenta del cielo y del alma.

   Colgó. Dirigió la vista hacia un crepúsculo que mutaba a cobrizo. Su mujer, de momento, parecía querer firmar un armisticio. Franqueó la entrada del porche. Se sentó en un butacón de mimbre, testigo directo de soledades y lecturas, mientras vislumbraba, a través de las lágrimas de la cristalera, cómo el cielo se abría y una luz vaporosa lo saludaba, serenando su espíritu.

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