Hay lugares de paso que recuerdas toda la vida, y otros, permanentes, que desearías ocultar en lo más recóndito del cerebro.

   Debido al oficio de mi padre, conocí más ciudades de lo que hubiese querido y necesitado. Fue en una de ellas donde comencé a cultivar dos de mis grandes pasiones: los libros y el café.

   Mi trabajo, el destino, o una mezcla de los dos, acabaron por devolverme, aunque solo fuera por unas pocas horas, a uno de esos lugares que marcaron y moldearon mi adolescencia.

   Al salir del hotel, el sol vespertino de finales de mayo me saludó inmisericorde, haciéndome retroceder veinticinco años en el tiempo.

   Una tarde calurosa de primavera, como tantas otras; un desvío no premeditado a una callejuela estrecha camino de casa, finalizadas las clases de la tarde; y ese olor penetrante: aroma a café recién hecho, emergiendo de la puerta abierta de una pequeña librería.

   Como hasta la mañana siguiente no comenzaba la reunión, que había dado con mis huesos otra vez allí más de dos décadas después, me encaminé, más por curiosidad que por otra cosa, hacia la callejuela cercana a mi antigua escuela. Si bien es cierto que la fisonomía de la ciudad había cambiado: aceras más anchas, calles peatonales, rotondas…, no tuve dificultad en encontrarla.

   El corazón, ese motor al que no se le puede engañar, empezó a bombear demasiado rápido sin motivo aparente. Mi caminar se tornó mucho más lento, indicándome, de forma inconsciente, que quizás sería mejor no avanzar más, darse la vuelta y retroceder.

   Continué. Mi sentido del olfato no percibió el aroma dulce y afrutado de la primera vez. Hay desilusiones que son inevitables, pero no por ello dejan de hacer mella en el alma. De la librería no quedaba ni rastro; en su lugar, una tienda de videojuegos de segunda mano me indicó que el mundo que recordaba se había diluido como un azucarillo en una bebida caliente.

   Debí de permanecer delante del escaparate más de lo necesario, porque el joven y desconfiado dependiente me observaba con un rictus incómodo.

   Finalmente, entré.

   —Disculpa, chico. Buenas tardes. ¿Me puedes decir cuánto lleva abierta la tienda?

   Me estudió, extrañado. «¿Qué tipo de pregunta es esa?», parecía rumiar en su cabeza. Contestó de la manera más formal que pudo:

   —Creo que unos diez años, más o menos. Solo llevo ocho meses trabajando aquí.

   Me despedí algo contrariado, y anduve sin dirección fija, buscando el cobijo de la sombra. A veces, pensamos que ciertos recuerdos poseen el don de la eternidad, pero en muchas ocasiones la ciudad, un lugar concreto o la vida misma te da una palmada en la frente, y caes en la cuenta de que el mundo, tu mundo, no es inalterable. Aun así, la máquina del tiempo volvió a martillearme por dentro.

   Los pies parados y la mirada hipnotizada, escrutando a través de la puerta de la librería más libros de lo que el espacio podía soportar. Y al fondo del mostrador, manipulando una vieja cafetera italiana, estaba él.

   Elevó la vista. Detrás de unas gastadas lentes, unos ojos claros, casi transparentes, me invitaron, con un sutil gesto, a traspasar el umbral.

   La opción de huir corriendo muerto de vergüenza apenas me duró unos segundos. Con andar tímido avancé hacia el mostrador. Había algo en aquella persona que inspiraba confianza y sabiduría. No un saber académico, sino el conocimiento que dan la experiencia, la vida… los libros.

    —Hola, jovencito. ¿Qué te trae por esta vetusta librería? Aquí no vendemos cómics —me anunció el hombre mostrando una sonrisa franca, limpia.

   Me pilló totalmente descolocado. En realidad, pasaba por la callejuela debido a un descuido. Ni siquiera me consideraba un lector empedernido en aquella época.

   —Bueno, no te preocupes —continuó con tono amable—. Seguro que encuentras lo que buscas.

   Mis ojos, de forma instintiva, se desviaron a la cafetera. ¿Cómo explicarle que estaba allí por un aroma?

   El librero, que debía frisar ya los 70 años, adivinó mis pensamientos y prosiguió:

   —¿Te apetecería un café?

   De repente, me acordé de una obra que nos había recomendado de pasada, unas semanas atrás, la profesora de Literatura.

   —Busco Marianela, de Pérez Galdós.

   Me contempló, divertido y asombrado a la vez, mientras rebuscaba en una estantería.

   —No es un libro muy común en los chavales de tu edad. —Me lo tendió, afable, en la mano—. ¿Te lo han mandado leer en el colegio?

   —Algo así —contesté azorado, tratando de salir del entuerto.

   —Como ves iba a tomar café. Mantengo la invitación…

   —Juan, mi nombre es Juan. No se preocupe, la verdad es que tengo prisa, quizá otro día.

   —Vuelve cuando acabes —señaló el libro con un ligero movimiento de sus pupilas—, y lo comentamos si te parece.

   Cuando ya había abonado el importe y me disponía a salir a la calle, me giré y, carraspeando por la inseguridad en un acto demasiado atrevido para cómo era yo, le pregunté por su nombre.

   Dejó de remover el café con la cucharilla y, sonriendo de nuevo, me contestó:

   —Ernesto. Y no te olvides de darle recuerdos al viejo de Galdós de mi parte —concluyó, dando un sorbo profundo al oro negro de la taza.

   Horas después, ya sentado frente al escritorio de mi cuarto, mi mente se debatía entre la conveniencia de atacar o no la lectura de Marianela. Sabía que lo iba a leer porque quería regresar a la callejuela. Lo devoré prácticamente de un tirón. Ya no había marcha atrás.

   Ese sábado amaneció lluvioso, ofreciendo una tregua al calor, en una primavera que ya agonizaba. El cielo plúmbeo descargaba hilos de plata, que resbalaban por el chubasquero e iban a morir a las puntas de mis zapatillas.

   Al llegar a mi destino, mis pies húmedos pedían a gritos un descanso, mas mi cuerpo se negaba a entrar. ¿Qué estaba haciendo allí la mañana de un sábado? ¿Qué me unía a ese lugar? ¿Por qué esa atracción tan poco racional?

   —¿No entras, Juan? —Ernesto había abierto la puerta. Me sobresalté, sorprendido, tal era el estado de enajenación en el que me hallaba—. ¿O prefieres seguir examinando tus zapatillas?

   Un ligero rubor invadió mi rostro. Saqué con torpeza el libro de Galdós de una bolsa de plástico que, por fortuna, había cumplido con su cometido.

   —Lo… lo he leído.

   Una mujer de mediana edad caminaba hacia el mostrador con dos volúmenes bajo el brazo. No se veía a nadie más. Me dediqué a pasear mientras el librero la atendía, observando, con cierta indiferencia, el saber acumulado en las estanterías.

   Y algo ocurrió: un chispazo recorrió mi cuerpo. Advertí algo mágico en aquel emplazamiento. Todavía no sé, después de tantos años, cómo explicarlo. El repiqueteo suave de la lluvia; la luz tenue y cálida de la librería… y otra vez ese aroma inundando mis sentidos.

   Debió de pasar bastante tiempo. El silbido inconfundible del café emergiendo con fuerza me devolvió al mundo de los vivos. Ernesto me escrutaba con naturalidad, a la par que retiraba la cafetera de un pequeño hornillo. Preparó dos tazas en una mesita oculta en un pasillo, que iba a parar desde el mostrador a una minúscula trastienda.

   —Con leche, ¿verdad?  —afirmó más que preguntó—. Eres joven todavía.

   Me indicó con la mano una de las sillas. Sentados frente a frente, probablemente para ganarse mi confianza, me explicó cómo su padre había montado la librería, allá por 1929, cuando él apenas contaba con dos años. Rodeado toda su vida de libros, no entendía su existencia sin aquel refugio.

   Yo lo escuchaba y asentía algunas veces, pero sin interrumpirlo, tal era la pasión que ponía a cada una de sus palabras. De vez en cuando, nos llevábamos la taza a los labios, sintiendo la reconfortante acción de la cafeína. Al ser la mañana tan desapacible, apenas atendió a tres o cuatro clientes más.

   Llegó el momento.

   —Marianela.

   —¿Cómo dice?

   —Si te ha gustado el libro.

   —No me esperaba ese final, la verdad.

   Y ahí se inició una relación que cambiaría mi vida por completo.

   Cuando aprobé los exámenes, a principios de junio, rara era la jornada que no visitaba aquella callejuela para tomar café con mi anfitrión, como extraño era que no me hiciera pasear entre los estantes para escoger una nueva lectura.

   Uno de aquellos primeros días, en los que no me encontraba demasiado motivado, me senté con las manos vacías en la que ya consideraba «mi» silla. Ernesto, al ver mi semblante apagado, trató de animarme con una frase que habría de quedar marcada a fuego en mi memoria:

   —Tú no escoges los libros, Juan; ellos te eligen a ti. —Su voz, enigmática, flotaba en el ambiente, fundiéndose de nuevo con el borboteo del café al salir.

   Se levantó a apagar el hornillo sin añadir nada más, dejando que esas palabras fueran calando, poco a poco, como una lluvia fina y perenne. Me incorporé con calma, y anduve de nuevo, pero esta vez sin afán de buscar… y entonces, lo vi.

   Primero, lo rocé con los dedos sin atreverme a cogerlo, por si la elección no era la adecuada. El librero observaba mis dudas con disimulo; sin embargo, cuando por fin saqué el libro, su mirada satisfecha, me indicó que había acertado. En un tono apenas audible, para no romper el hechizo del momento, musité:

   —Luces de Bohemia.

   Valle-Inclán me había escogido a mí.

   —Apuntas alto, Juan. —Ernesto me esperaba ya sentado con las tazas humeantes.

   —¿Alto? —pregunté sin acabar de comprender.

   —Lo entenderás cuando te metas en la piel de Max Estrella, el protagonista. Valle-Inclán fue el creador del esperpento: a través de la parodia trata de buscar el lado cómico a lo trágico de la vida.

   Durante casi una hora, me obsequió con una clase magistral sobre el escritor gallego, interrumpida solo por algunos clientes que, ensimismados, asistían a la disertación cual estudiantes universitarios.

   Comenzado ya el nuevo curso, solía acudir a la librería los sábados por la mañana. Con las clases, deberes y exámenes, me resultaba muy complicado escaparme a la callejuela en día de labor.

   Cada semana, «yo era elegido» por un libro, aunque cueste difícil de creer, lo leía en mis escasos ratos de ocio y, cuando volvía a la librería, lo comentaba con Ernesto al amparo de una taza de ese café, cuyo aroma me había guiado la primera vez.

   Pero llegó el final en forma de selectividad con su posterior ingreso en la universidad. Se daba el caso de que no me iba a mudar de ciudad por motivos laborales paternos y, si bien la carrera me abría paso a un mundo lleno de expectativas, algo dentro de mí se removía inquieto, cuando pensaba en ello.

   La noche antes de despedirme de Ernesto, bien entrado el mes de septiembre, tuve un sueño.  Paseaba dubitativo entre miles de libros, sin atreverme a coger ninguno. De la trastienda apareció, como un espectro, Max Estrella asido del brazo por el librero, acercándose hacia donde yo me hallaba. El personaje de Valle-Inclán, con la mirada perdida, me tomó la mano y, sin mediar palabra, la acercó a un volumen en el que no había reparado antes: «El árbol de la ciencia», leí para mis adentros. Con el libro bajo un brazo, y con el otro ocupado guiando a Max Estrella, nos sentamos con Ernesto, que había dispuesto tres tazas en la mesita de siempre. Me admiró la habilidad que mostraba el ciego protagonista de Luces de Bohemia para llevarse la tacita a los labios.

   «¡Pi, pi, pi, pi!». El estridente sonido del despertador desvaneció de golpe esa última imagen. Sentado al borde de la cama, todavía somnoliento, intenté analizar lo que Morfeo me había querido decir, sin ningún resultado. La ducha templada no ayudó a despejar mi mente bloqueada. Todavía con la toalla alrededor del torso me acerqué a la ventana. La luz violeta del amanecer, tamizada por el cristal, anunciaba un día luminoso y cálido. Cruel antítesis de la borrasca que inundaba mi alma.

   Al llegar a la librería esa mañana, volví a quedarme paralizado, rememorando aquellas primeras veces. Sin embargo, en esta ocasión, hice acopio de fuerzas, respiré de manera profunda y entré. Ernesto, arrodillado, se «peleaba» con una pila de libros casi tan alta como él. Sin ni siquiera girarse, me soltó a bocajarro, pero con suavidad:

   —¿Cuándo te vas, Juan?

   Después de casi año y medio, no dejaba de sorprenderme.

   —Pasado mañana —contesté sin ninguna emoción.

   Ernesto se incorporó despacio. Mientras luchaba contra la vergüenza, proseguí:

   —He tenido un sueño.

   Le conté todo lo que recordaba, exteriorizando mi desasosiego por no comprender el significado. Como siempre había hecho desde que nos conocíamos, su respuesta fue el faro que todo barco necesita en una noche de tormenta.

   —¿Te han explicado en el colegio las obras de Pío Baroja?

   Respondí afirmativamente al cabo de unos segundos.

   —Sí, el año pasado.

   —El árbol de la ciencia se inicia con su protagonista, Andrés Hurtado, comenzando la universidad. Lo que hace Max Estrella es señalarte el camino.

   Me quedé pensativo, de nuevo en «mi» silla. Perdí la noción del tiempo. Una hora, dos horas… El librero colgaba el cartel de «cerrado» cuando me levanté. Cogió un bulto, envuelto en papel de regalo, de encima del mostrador.

   —Ábrelo al llegar a casa.

   —Gra… gracias —agradecí como pude. Mi vista se nubló, distorsionando las formas.

   No hizo falta decir nada más. Ernesto se metió en la trastienda con andar cansado, sin despedirse. En realidad, no era necesario. Su «adiós» estaba guardado en aquel papel de varios colores.

   En la soledad de mi habitación, contemplé la nueva adquisición. Era indudable que, desde la noche pasada, Pío Baroja me había echado sus redes.

   Lloré. Me dejé el alma con cada lágrima. Lloré por todas las ciudades que me habían tendido sus brazos; por los amigos que había dejado en cada una de ellas; por no poder odiar a mi padre; por tener que ir a la universidad; por no VOLVER a pisar la librería; por no VOLVER a tomar café allí; pero, sobre todo, porque tenía la sensación de que no VOLVERÍA a ver a Ernesto.

   El crepúsculo mutó a cobrizo. El atardecer arrancaba tonos dorados a los edificios, confiriéndole a la ciudad, aún más si cabe,  un ambiente de postal. Sentado en la terraza de la cafetería del hotel al resguardo de una sombrilla, y tras el impacto de la librería convertida en tienda de videojuegos, cientos de imágenes, recuerdos y anécdotas habían surcado mi mente a una velocidad difícilmente digerible.

   Veinticinco años…

   Sobre mi mesa un libro y un vaso con hielos, luchando por no derretirse entre los restos del café.

   En un acto reflejo, levanté la cabeza. Una mujer, cercana a la treintena, empujaba una silla de ruedas. Su ocupante, en animada conversación con su nieta o cuidadora, tenía la cara girada hacia atrás.

   Al pasar a mi lado, la silla de ruedas chocó ligeramente contra la mesa. El anciano se volvió para disculparse. El tiempo se estancó. La chica iba a continuar, pero él hizo un gesto, casi imperceptible, para que no avanzase.

   Sus ojos, transparentes de por sí, cobraron una luminosidad casi irreal. De forma natural desvió la mirada, de la que ya se escapaba alguna lágrima, hacia el libro y el vaso. Sonrió.

   —¿Qué libro te ha elegido? —preguntó con voz ronca.

   Lo alcé con la mano derecha, tratando de mostrar serenidad.

   —Martes de Carnaval —le dije—. Desde que estuve en su librería con Max Estrella, a Valle-Inclán le caigo bien.

   La mujer daba la sensación de no entender nada, aunque se mantenía en un discreto segundo plano.

   —¿Le apetecería un café? —le pregunté entre pícaro y nostálgico.

   —Por supuesto —contestó—, pero que sea descafeinado.

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